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NUESTRO TEATRO ES CADÁVER


    En algunas semanas cumpliré cincuenta años en el teatro venezolano, de los cuales más de cuarenta han sido primero como crítico y, últimamente, como docente e investigador. Han sido cinco décadas en las cuales nuestro teatro ha tenido cimas y simas con las que conquistó y consolidó espacios y méritos. Hoy nadie puede negar que el teatro venezolano es una de las manifestaciones más representativas de lo que es nuestra cultura, forjada en la libertad y en las tensiones de la democracia. En la libertad, porque ella hizo posible el florecimiento y la diversidad de tendencias y estilos; y en las tensiones porque el teatro ha sido una representación viva de las dialécticas de nuestro proceso social.

    Todo ello ha sido ignorado olímpicamente por el régimen que nos agobia, autodenominado revolucionario pero mediocre y reaccionario en lo que la cultura se refiere. Mediocre porque en casi diez años no ha habido un acontecimiento que merezca perdurar en la memoria; reaccionario porque ha arremetido contra lo mejor de nuestras herencias espirituales.

    Tan mediocre es el régimen en materia teatral que no ha sabido hacer del teatro una vanguardia del cambio social, como ha sido el propósito de las revoluciones desde la francesa. Esto basta para despreciar esta mascarada militarista y corrupta.

    No contento con su incompetencia para tener proyectos propios, se ha dedicado a arremeter contra lo encontrado. Cualquiera sabe el estado de los teatros a lo largo y ancho del país. Los teatristas conocen de viva voz los improperios de quien funge como ministro cultural. Nadie ignora la irresponsabilidad en el manejo de los subsidios, obligación irrenunciable de un Estado en el marco de lo que se conoce como políticas públicas.

    Ahora atenta contra instituciones históricas, las quiere echar a la calle sin el más mínimo respeto por méritos y logros que ya no son grupales sino que pertenecen al acervo y al prestigio de la nación.

    No es posible esperar un acto de sensatez gubernamental, y cabe preguntar qué harán los teatristas. ¿Quién no ha tenido al Teatro Alberto de Paz y Mateos como casa propia? ¿Qué esperan los teatristas, a lo largo y ancho del país, para hacer sentir su voz de protesta? ¿Las dependencias teatrales de los órganos ministeriales están a cargo de teatristas o de burócratas? ¿Quienes hacen crítica teatral callarán? ¿Todos dejarán que nuestro teatro se asemeje cada vez más a un cadáver?
  

Diario Tal Cual, 25 de febrero de 2008

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Leonardo Azparren Gimenez

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Nuestro teatro es cadáver


En algunas semanas cumpliré cincuenta años en el teatro venezolano, de los cuales más de cuarenta han sido primero como crítico y, últimamente, como docente e investigador. Han sido cinco décadas en las cuales nuestro teatro ha tenido cimas y simas con las que conquistó y consolidó espacios y méritos.

Hoy nadie puede negar que el teatro venezolano es una de las manifestaciones más representativas de lo que es nuestra cultura, forjada en la libertad y en las tensiones de la democracia. En la libertad, porque ella hizo posible el florecimiento y la diversidad de tendencias y estilos; y en las tensiones porque el teatro ha sido una representación viva de las dialécticas de nuestro proceso social.

Todo ello ha sido ignorado olímpicamente por el régimen que nos agobia, autodenominado revolucionario pero mediocre y reaccionario en lo que la cultura se refiere. Mediocre porque en casi diez años no ha habido un acontecimiento que merezca perdurar en la memoria; reaccionario porque ha arremetido contra lo mejor de nuestras herencias espirituales.

Tan mediocre es el régimen en materia teatral que no ha sabido hacer del teatro una vanguardia del cambio social, como ha sido el propósito de las revoluciones desde la francesa. Esto basta para despreciar esta mascarada militarista y corrupta. No contento con su incompetencia para tener proyectos propios, se ha dedicado a arremeter contra lo encontrado.

Cualquiera sabe el estado de los teatros a lo largo y ancho del país. Los teatristas conocen de viva voz los improperios de quien funge como ministro cultural. Nadie ignora la irresponsabilidad en el manejo de los subsidios, obligación irrenunciable de un Estado en el marco de lo que se conoce como políticas públicas. Ahora atenta contra instituciones históricas, las quiere echar a la calle sin el más mínimo respeto por méritos y logros que ya no son grupales sino que pertenecen al acervo y al prestigio de la nación.

No es posible esperar un acto de sensatez gubernamental, y cabe preguntar qué harán los teatristas. ¿Quién no ha tenido al Teatro Alberto de Paz y Mateos como casa propia? ¿Qué esperan los teatristas, a lo largo y ancho del país, para hacer sentir su voz de protesta?

¿Las dependencias teatrales de los órganos ministeriales están a cargo de teatristas o de burócratas? ¿Quienes hacen crítica teatral callarán? ¿Todos dejarán que nuestro teatro se asemeje cada vez más a un cadáver?

Leonardo Azparren Giménez

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