Pero, por la magia del dramaturgo convertido en taumaturgo, recurre a la fábula popular del San Nicolás, o Papá Noel o el Niño Jesús, como símbolos de la Navidad, y lo mete de manera rocambolesca en el apartamento de Silvina para consolarla y hacerle ver que la vida continúa, que tiene que darle una tregua y proseguir viviendo, amando y cuidando de su padre. El hechizo se da y la ex desconsolada mujer hace las paces con su pasado, llama a su progenitor y hasta consigue un novio para juntos soñar un proyecto de vida con horizonte en la vejez.
La metáfora, sustentada en la trágica historia de Silvina, es bonita, más nada. Es un canto a la esperanza o a la resignación antes aquellos hechos que le recuerdan a los seres humanos que se viene al mundo sin consentimiento alguna y que es el desesperado acto cotidiano de vivir que puede explicar el para qué o el porqué se vive. Por eso el autor reitera que su comedia se inspira en una mentira pero que la misma puede ayudar en algo.
Paúl Salazar Rivas no será un Samuel Beckett, el irlandés aquel que le recordó a la humanidad la sinrazón de la existencia, pero sí es un venezolano de oro, de esos que dibujan el perfil humano a través de historias que se entretejen para llevar al público profundas reflexiones sobre vida. Como este teatro donde enseña como superar la tragedia de perder a un ser querido.
Paúl y Aura, su esposa, y otra gente que los acompaña, son una muestra de que el teatro criollo está vivo y dando dolores de cabeza a todos por lo que dice y hace.
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E. A. Moreno Uribe