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Mundo de moñas


La Zona Fantasma.

Puede que los pioneros fueran los cursilísimos responsables de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Barcelona. Varias amistades de esa ciudad me contaron, hace ya tiempo, la vergüenza espantosa que pasaban cada vez que iban a la playa de su ciudad, porque allí se oía de pronto una meliflua voz de mujer que arengaba a los bañistas empezando con esta frase: " Us parla la platja", y a continuación la susodicha playa en persona lanzaba una retahíla de prohibiciones y recomendaciones: "Mi cuerpo es mío y es sensible, no es un cenicero, así que no me apaguéis colillas encima, que me quemo". O bien: "Tampoco soy una papelera, si coméis un bocadillo no me tiréis el envoltorio, ni permitáis que vuestros perros hagan sobre mí sus necesidades, que me ensucian y yo soy muy fina", o cosas por el estilo. Mis amistades se sonrojaban hasta las orejas, temiendo que forasteros o extranjeros pudieran comprender semejante sarta de ñoñerías. Lo que las avergonzaba, ojo, no eran las instrucciones en sí, sino que a un cargo público (la Tercera Teniente de Alcalde, por lo visto, cuyo empalagoso estilo al parecer es inconfundible) se le hubiera ocurrido la idea de tratar a los ciudadanos no ya como a niños, sino como a niños idiotas y moñas.

Leo ahora en la prensa inglesa que los arriates de flores -en concreto, unas begonias- también le hablan a la gente, cómo no, para advertirles y prohibirles: "Esta es una zona libre de humos. Por favor apaguen sus cigarrillos. Ya se ha avisado a un miembro del personal". La primera vez que se oyó vociferar a las flores fue en las inmediaciones de un hospital psiquiátrico, con el consiguiente empeoramiento de algunos enfermos que tomaban allí el fresco y que se creyeron presa de alucinaciones auditivas al oír a esas begonias articuladas y reñidoras. Todo esto con el agravante de que las estrictas leyes antitabaco no consideran ilegal, sin embargo, fumar al aire libre, aunque sea en la vecindad de un hospital, por lo que las autoridades sanitarias estaban sobrepasando la ley. Y son cada vez más los políticos que, sin darse cuenta de la barbaridad dictatorial que propugnan (o sí se la dan y les trae sin cuidado), piden que cambie la legislación y que, en vez de estar permitido fumar y beber en todas partes salvo en las que se especifique que no se puede, beber y fumar esté prohibido en todas partes salvo en las que se especifique que sí se puede. El autor del artículo que leí, Nick Cohen, señalaba con acierto el disparate de estas pretensiones: acabar con ochocientos años de un principio acordado, según el cual todo acto es legal excepto los que estén tipificados como delito, para dar paso a la monstruosidad de que todos sean delito excepto los expresamente tipificados como legales. El mundo al revés, y el infierno que Orwell imaginó en su novela 1984, advenido dos decenios después.

La idiotez peligrosa se está adueñando del mundo, y uno ve síntomas por doquier. Una compañía de seguros ha demandado a Robert de Niro porque en 2003 abandonó el rodaje de una película por razones de salud: se le había diagnosticado un cáncer de próstata y convenía que se sometiera al tratamiento del tumor. Quizá debía haberla palmado antes que faltar. No puedo decir que "dentro de poco" a uno lo demandarán por morirse e incumplir, por fuerza, sus compromisos, porque de hecho ya ha ocurrido: la familia del actor River Phoenix fue perseguida por otra aseguradora, que acusaba al joven de no haber respetado los plazos para un rodaje. La verdad es que lo tenía difícil, respetarlos, pues había fallecido de un infarto tras una noche de mezclas salvajes.

El más elemental sentido común parece haber abandonado nuestra época, por no hablar de la compasión, ahuyentada definitivamente a no ser que se ejerza hacia abstracciones como el calentamiento global, los hambrientos del mundo o las víctimas de las guerras, así en general. Y da la impresión de que casi nadie pierde ocasión de añadir una tontería más. Cuando José Saramago vaticinó por enésima vez la unión de España y Portugal -asunto aburrido y superfluo donde los haya-, hubo airadas reacciones en el país vecino y en la prensa borreguil. Me llamaron la atención las palabras de un poeta, Manuel Alegre, fundador del Partido Socialista para más inri, al que no se le ocurrió otro ataque a Saramago que la siguiente sandez: "Él tiene una gran deuda contraída con la lengua portuguesa. Ganó el Nobel escribiendo en ella, que es nuestro carnet de identidad, forma parte de nuestra alma y nunca se integrará en España". ¿Una gran deuda? ¿Hacia una lengua? ¿Por haberla utilizado bien? ¿Desde cuándo los escritores le debemos algo a la lengua en que escribimos, desde cuándo ganamos premios "gracias" a ella? La idea es tan pintoresca como la contraria, es decir, que las lenguas debieran algo a los escritores que las emplean. Es como creer que los habitantes de un lugar le deben algo al aire que respiran y al suelo que pisan, o que dichos aire y suelo les deban algo a ellos. Con tanta pueril personificación de todo -las playas, las begonias, los cadáveres, las lenguas-, el planeta entero parece estar en manos de Blancanieves y los siete enanitos o de cualesquiera otros dibujos de Disney. Que están bien para la pantalla, pero no para la vida, por favor.

JAVIER MARÍAS, El País Semanal

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