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Maravillosos 40


 

La ilusión ante un nuevo cumpleaños supone, desde niños, ese algo mágico que nos hace ascender en la escalera  de la vida. Vamos subiendo peldaños: a los dos añitos nos quitan definitivamente  el pañal, a los cinco  nos llevan al  pre-escolar a colorear nuestro futuro con creyones de cera, a los siete años descubrimos  el fascinante mundo que se esconde entre una y otra letra, a los doce, creyéndonos grandes, degustamos palabras, números, historias y chocolates, a  los quince, desbordantes de esperanza e ilusiones, pretendemos el juego del amor. Luego universidad,  primer trabajo, pareja, amor eterno, y así, sin avisar, llegan  los hijos y entendemos la otra cara de la vida: la más blandita, porque cuando se tiene un hijo y ese niño sonríe, nos sentimos dueños de la felicidad y comenzamos a encontrar tesoros que no estaban tan ocultos: entendemos la diferencia entre un pulpo y un ángel, y queremos mirarnos en esos ojitos para siempre, quedarnos atrapados dentro de esas manos pequeñitas que todo lo modelan desde la arcilla de la inocencia. Nos hacemos “responsables” y hemos subido tanto que no nos damos cuenta de todo cuanto hemos dejado allá abajo. 

Empieza una discreta pero feroz  carrera contra el tiempo y nosotros dejamos  de ser los de antes para convertirnos en el de ahora, aunque en el fondo, quizás sin saberlo, seguimos  siendo los mismos.

Transcurren una década y otra. Logros y reconocimientos. Crecen los hijos y de pronto, sin previo aviso, aparecen  los cuarenta. Es gracias a ellos que  comenzamos a  mirar hacia atrás, valorando todo aquello que hemos  logrado en el camino.   Nos encontramos de pie frente a la delicada línea que separa la inmadurez  de la puerta abierta a  la sensatez, la reflexión,  la calma,  la paz, el encuentro interior, el disfrute de lo que somos,  el agradecimiento por cuanto sentimos.

Es allí donde comenzamos a entender muchas palabras que ni el kinder, ni el colegio, ni el liceo, ni la universidad nos enseñaron. Palabras de tan difícil comprensión que sólo las cuatro décadas nos pueden traducir: agradecimiento, quietud, compromiso, sabiduría, familia, buen amigo, amor eterno…

Los cuarenta nos hacen sensibles de almas compactas,  soñadores con pies de plomo, agradecidos de las sonrisas, de las manos extendidas, de la labor cumplida, de la promesa de amar y que nos amen, pues es en los cuarenta cuando comenzamos el camino de la eternidad, de  nuestra real liberación, de “aquellas pequeñas cosas” y de tantos verdaderos motivos para ser felices.

Nunca una etapa de nuestra vida nos procuró un acercamiento tan honesto con nuestra esencia, con nuestros conflictos, con nuestros anhelos.

Con cuarenta años una mujer sabe definitivamente lo que quiere y de quien, por lo cual se comporta de manera directa y honesta ante cualquier situación. Con cuarenta años se puede ser bella pero también serena, comprensiva, sensata. Nuestras  incipientes líneas en el rostro o la molesta celulitis, nos hacen humanas, reales, verdaderas.

Pretender subestimar los cuarenta con una excusa  tan simple como la vejez, es negarle el brillo propio que esa edad ofrece a quien la ostenta.

Démosle la bienvenida a esos maravillosos cuarenta, pues con ellos hemos ido atesorando una inmensa fortuna: la de la experiencia y los afectos.

Usemos todos los creyones de cera de aquella reciente niñez  para colorear nuestro nuevo futuro escrito en cada una de las cuarenta velitas. Abracemos la estrenada década con amor, con compromiso, con el agradecimiento que merece una  etapa que forma parte fundamental de nuestra eterna felicidad.     

 

 

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Jorgita Rodríguez

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