Las tablas del teatro venezolano se visten de fiesta creativa y artística con el retorno del Teatro Itinerante de Venezuela. Esta agrupación que cuenta en su haber escénico con dieciocho años de actividad teatral ininterrumpida, es desde mi particular visión, uno de los colectivos con mayor convicción en su hacer, lo que representa y la responsabilidad del oficio del actor y ese irrenunciable sentido de decir las cosas que hay que decir cuando el país cultural más lo necesita. Conformado por dos sobrios y acoplados histriones como lo son Dimas González y Fermín Reina resuman por separado o juntos, decantada experiencia en la dura exigencia de la técnica del actor consigo mismo y del actor con el personaje, perspicaz dominio de la escena, una contundente capacidad de comunicación que se constata en la concreción de espectáculos que no dejan indiferente al espectador y, fundamentalmente, sólidos principios éticos y mortales respecto a la esencia de un arte de compromiso.
El Teatro Itinerante de Venezuela ha transitado con fuerza en el quehacer artístico escénico nacional e internacional cosechando éxitos, reconocimientos y, alguna que otra vez, también la apatía de quienes por “x” o “y” no aprehendieron los códigos de sus mensajes o la potencia de sus codificaciones teatrales. Con todo, han permanecido casi dos décadas; juntos, en una estrecha relación no sólo de actores, grupo sino que han trascendido en la vida como seres que se sienten afecto de hermanos y que, en la vida real, hasta han establecido nexos casi familiares. Dos duchos actores, disciplinados, orgánicos, con pasión y sangre teatral en sus vísceras, que no se ponen alcabalas ni pretextos cuando lo económico aprieta, que saben ser concretos en, tras y ante la escena; solidarios con el sector que los ha visto crecer desde que abrieron senda aparte del Grupo Actoral 80; con una animosidad que insufla -en quien les conoce- respeto y admiración. Dos “monstruos de las tablas” venezolanas, eso si ¡poco o escasamente reconocidos en su justa dimensión!, más sin embargo, consecuentes en sus ideales y capaces de asumir retos y dialécticas con quien tenga más de dos palmos de inteligencia.
En fin de cuentas, son el Teatro Itinerante de Venezuela, son un hito obligado a la hora de entender y analizar el ¿quién es quién en el teatro nacional? Dimas y Fermín, no necesariamente son una dupla como el Gordo o el Flaco, o Quijote y Sancho, son un binomio actoral que se conocen muy bien sus costuras, sus silencios, sus alcances y sus limitaciones. Desde Fifty Fifty hasta Pintahierros, de No hay Tigres en el Congo o el Sida no es asunto mío a la Secreta Obscenidad de cada día han dejado bien en claro que, ¡quien persevera, alcanza! y ¡quien cosecha, recoge! Ambos han perseverado y han cosechado. Perseverado, porque no es fácil alcanzar dieciocho años juntos sin que la desidia, el desinterés, la rutina, los altibajos de la vida, la gloria, o los fracasos les hayan hecho poner los pies en polvorosa. Su acción como grupo y como pensantes hombres de tablas les ha comprometido con cada paso que se ha dado, con cada reto asumido, con cada palabra de aliento a los demás y, sobre todo, por estar ahí, bien plantados, en el mero centro de la escena nacional sin que los falsos humos de la vanidad les haya hecho perder el norte.
Estos dos actores, este grupo, esta afinidad hecha arte, retorna -como lo indiqué al inicio de esta nota- a la realidad espectacular de este año 2007 en los espacios de la Sala “Horacio Petersón” del Ateneo de Caracas con lo que, a mi juicio, es uno de los grandes clásicos del teatro de arte del siglo XX en el país. Me refiero, a la reposición de la exitosa, ácida como desternillante pieza del dramaturgo, psiquiatra y actor chileno, Marco Antonio de la Parra (Santiago de Chile, 1952) La Secreta Obscenidad de cada día.
Sobre De la Parra diré –de forma redundante- que es uno de los grandes escritores dramáticos del cono sur. Su producción dramática fue y ha sido relevante ya que, como autor, recogió y expresó con agudeza y crítica, la ominosa situación de su país en los oscuros días de la dictadura pinochetista. Considerado junto con Gustavo Meza como uno de los dramaturgos que supo edificar una “dramaturgia nacional” y cuyos productos textuales estuvieron “fuertemente influenciados por el Régimen Militar de Chile” hizo que en el caso de De la Parra este supiese saber oír con penetrante finura, humor corrosivo, y acento sin ángulos oblicuos, las fisuras del aciago momento social, político e individual de su tiempo e inscribir una serie de textos –se pueden citar por ejemplo, Lo crudo, lo cocido, lo podrido (1978), La secreta obscenidad de cada día (1984); también obras como El Ángel de la Culpa, Cuerpos prohibidos, y King Kong Palace -; en todo caso, este autor cosifica una capacidad de decir cosas que en un momento crearon escozor al tramado sociopolítico, que si uno las lee con detenimiento puede coincidir con lo suscrito por lo escrito por José Francisco Silva en su ensayo “La razón no prescinde de la emoción” cuando expone parte de los razonamientos del autor cuando expresa que "la obra fue censurada, creo que porque no la entendieron y se asustaron. Es un texto que con un director fascista podía haber sido una obra fascista. Terrible ha sido para mí leer la obra y darme cuenta de que era una premonición (…) que la mayor parte de su teatro es más moral que político (…)”
De la Parra dibuja con meridiana precisión tras La secreta obscenidad de cada día “un mundo esencialmente cotidiano [donde] coloca personajes perfectamente reconocibles y con conductas motoras definidas, de planteamientos más o menos lógicos, donde la lucha por el poder resulta una constante (…) donde toca "aristas de la realidad" marcando la intersección de tres campos: Política, psicoanálisis y lenguaje, enfrentando al psicoanalista Sigmund Freud y al ideólogo Carlos Marx , como un par de exhibicionista, compartiendo una espera forzosa en un banco de plaza frente a un liceo de niñas, para lucir sus atributos sexuales frente a las colegialas, pasan un recuento de las intenciones que los llevaron a elaborar sus teorías y a la total tergiversación de estas en el contexto social”
Creo que por el acontecer de un tiempo que parece rotar en un ángulo de ciento ochenta grados, La Secreta Obscenidad de cada día se re-define y se reajusta según la capacidad que el mismo texto tenga para ofrecer a una circunstancia dada. Hoy por hoy, la situación del país, la realidad socio política que se vive permite una relectura de la pieza y de los significados profundos que ella encierra. He allí el valor de un texto que en manos de un grupo inteligente y pensante hoy por hoy le puede sacar de nuevo savia vital para el lector / receptor. El país dentro de su singular agitación “revolucionaria” permite que el texto de De la Parra adquiera nuevos tenores, que la lectura aplicada por el Teatro Itinerante de Venezuela no se vaya por las ramas y sepa entrarle en el mero centro de su alcance temático argumental y provocar más que la risa complaciente, una risa nerviosa, una risa que conlleva reflexión al salir de la sala. La vigencia del texto es inocultable; la potencia del texto con un aderezo de referentes y consignas algo envenenadas hace que lo significante del espectáculo trascienda más allá de la hora y 20 minutos que dura este montaje.
Esperemos que “la sangre no llegue al río”, que texto y montaje sea entendido por todo aquel que se acerque a la “Horacio Peterson como una seria pero al mismo tiempo sonora campanada de advertencia que debe saberse escuchar en momentos donde las marquesinas están rebosantes de teatro ligero cuando debería haber más teatro para lo dialéctico y lo trascendente, dado el álgido momento social y político que se suda por doquier.
Respecto a la labor compositiva y de respuesta artística de Dimas González y Fermín Reina diré que como se comportan como el buen vino, “más añejo y más sabroso”. Son un par de “desenfrenados en la capacidad del pequeño detalle, de la complicidad mutua, del énfasis que atrapa, del silencio que agudiza el eco de un movimiento o una inflexión de ritmo. El espacio se amplia y se comprime cuando ambos se hilan en secuencias y escenas. La risa brota de quien lo mira actuar con facilidad ya que hay ese sencillo efecto de lo complejo: son dos sicarios caracterizando a Carlos Marx y Sigmund Freud. No son caricaturas sino personajes. Son esencialmente ¡actuación pura! Uno se siente regocijado por su entrega y complacido porque el teatro de texto, el teatro de arte se magnifica y tiene su mejor sentido en la labor artística de ambos. Un exacto momento de teatro sin obscenidad y con mucho talento. Un gran aplauso para ellos, su trabajo creador y por su infatigable creer en que si vale la pena decirlo. ¡Bravo!
Link de "La Secreta Obscenidad de Cada Día":
http://www.youtube.com/watch?v=hiCkX1bnGRc
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Carlos E. Herrera