Hay que tirar las vacas por el barranco es una escenificación de cuatro monólogos que se presentan desde el 20 de enero en la sala experimental del Celarg, de jueves a domingo
Orlando Arocha se propuso crear desde la esquizofrenia. Su Teatro del Contrajuego realizó una sensible lectura de los textos de Las voces del laberinto, libro que el periodista español Ricard Ruiz Garzón publicó en 2005. De allí, los actores crearon su propio enredo que se conecta a través de cuatro monólogos testimoniales, en los que el público funge de involucrado en una suerte de reunión de “esquizofrénicos anónimos”.
Diana Volpe, Magaly Serrano, Haydée Faverola y Ricardo Nortier se proponen colocar al espectador en la línea divisoria entre lo que es considerado como locura y normalidad. En el primer acto, dirigido por Arocha, Volpe encarna una madre que no ha parado de llorar desde hace tres meses por el suicidio de Robert, su hijo, quien estaba leyendo El novelista de la luna del Estimado señor Paul Auster (título del monólogo), justo antes de morir. La madre relata cada paso que dio el chico de 25 años de edad antes de saltar por la ventana y cómo su padre, amputado de un brazo, hizo lo posible por ayudarlo a no morir. En medio de las preguntas, una página marcada en el libro le dio luces ante la desesperación: Solo hay una cosa que detiene las leyes de gravedad. La caída del hombre la detiene el amor.
El texto que escenifica Magaly Serrano –conocida como Keyla, su personaje en la telenovela La mujer perfecta–y que está dirigido por Juan José Martín, pertenece a los cuentos de hadas. A uno que se parece a La Cenicienta con retazos de Blancanieves. La princesa prometida es una chica de 21 años de edad que se convirtió en esclava de su hermana, amante del dueño de la casa donde trabajó, de hecho el primer hombre que vio desnudo, y soñadora empedernida. Se creyó María Magdalena leyendo las escrituras. La internaron en el psiquiátrico seis veces, una de ellas por tres años. Ahora, el príncipe es un trastornado de los nervios.
Haydée Faverola representa Hasta que la mente nos separe, dirigida por Julio Bouley. Hasta este punto del recorrido dentro del laberinto, los testimoniales se habían hecho ante un ambón en el que los esquizofrénicos estaban sentados, pero la demencia de esta mujer que perdió a su esposo a la fuerza, se manifiesta de pie. “Matices lascerantes. Demasiado dolor encapsulado” dice el personaje, que afirma sentir atracción por gente especial.
Un científico pone a hervir agua en una bombona de gas con un vaso de precipitado. Habla de que se creía normal y, de pronto, lo convencieron de que no lo era. Su sistema de creencias comenzó a resquebrajarse, consciente de estar viviendo un éxtasis especial. Ricardo Nortier, quien se dirige a sí mismo en Faustino, es el encargado de la tarea titánica de volver a la vida a este ser que proclama la parábola de los talentos y un viejo mito zen en el que cada persona debe distinguir cuáles son sus vacas y dónde queda el barranco. “No hay pacto más sagrado que el que se hace consigo mismo. Lo demás es humo y vanidad”. Y el agua hirviendo la vierte en tacitas, con una bolsa de té, que sirve a los presentes que gusten beber de esta infusión pecaminosa.
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Marcy Alejandra Rangel