Y es que vivimos en un país libre, donde todo el mundo es libre de hacer justamente lo que le da la gana, no importa que sus ganas afecten a otra mayoría que deba vivir perennemente con sus “particularidades”. Y como todos somos fervientes amantes de la libertad, no nos atrevemos ni en pensamiento a reclamar lo que nos molesta porque seguramente estaríamos afectando la libertad de alguien. Las paredes y superficies de cualquier cosa están tomadas por los grafiteros y, aunque ensucia nuestro campo visual, no importa porque ellos tienen que expresarse libremente. Los delincuentes también tienen derecho a ejercer su oficio libremente, por lo tanto, nuestra reacción como sociedad es darles el espacio que les corresponde… todas las calles, avenidas, autopistas, parques y urbanizaciones y para que esta libertad sea plena, nos replegamos, nos encerramos en nuestras casas, dejamos de salir, cambiamos nuestros hábitos y justificamos sus acciones porque “considerando la situación, seguro no les queda otra”. Un funcionario del municipio tarda toda la mañana en atender a sólo 10 personas de la cola porque no deja de hablar por teléfono entre una persona y otra, pero nadie se queja porque esa persona, seguramente es mal pagada, tiene problemas y no podemos quitarle la libertad de hablar por teléfono. Vivimos entre montones de basura porque los que deberían recogerla están ejerciendo su legítimo derecho de huelga y el resto no somos quienes para quitarles su libertad de reclamar y dejar de trabajar.
Cualquier excusa es buena para dejar de hacer lo que hay que hacer y para desatender toda necesidad. De los huecos y las colas mejor no hablar, podría tocar un punto sensible en usted que seguramente ya ha perdido el tren delantero, un tripoide, un par de cauchos y en este momento está leyendo esta revista después de una o dos horas de cola para llegar a su lugar de destino.
Las plazas, los parques, las aceras, todo parece olvidado, parece que no le doliera a nadie, que no le interesara a nadie. Los zoológicos y los pocos animales que ahí mal exhiben dan absoluta pena, las plazas son espacios solitarios que cultivan la decadencia, múltiples edificaciones se han convertido en monumentos a la desidia y la gente, libertad absoluta en mano, se toma el pedazo que quiere, en cualquier parte y ahí hace una casa, con platabanda, rejas, porche, estacionamiento y Direct TV.
Aunado a todo esto está la eterna sensación de que todo sitio por donde uno pasa “es feo”. Y no sabría como definir y explicar eso de “es feo”, muchas veces no sabemos porque tenemos esa sensación, pero la verdad es que podría ser el conjunto de lo que nos rodea, desde el asfalto mal colocado y el monte que como plaga lo abarca todo hasta los avisos de los comercios, todo se siente “feo”, como hecho por salir del paso, como sin pensar en agradar al colectivo… Y aquí, cuando hablo del colectivo es cuando entiendo que es un círculo vicioso en el que décadas de mediocridad han afectado nuestra autoestima ciudadana y ya empezamos a creer que no hay algo mejor, o, peor aún, que no nos merecemos una calidad de vida mejor. Por eso no importa lo que hagan, nadie se queja y cualquier mamarrachada sin sentido, es incluso elogiada.
Para más ñapa sumamos la polaridad en que vivimos. Si te quejas de un gobierno municipal que está con el gobierno, entonces te tildan de desubicado, escuálido y golpista y, si por el contrario, la queja es contra una administración de la oposición, entonces es porque eres chavista, marginal y rojo, rojito… Pues yo creo que eso ha empeorado el asunto porque les ha dado la excusa perfecta a nuestros alcaldes y gobernadores para lavarse las manos. Yo insisto en que los problemas sociales y comunales que afectan a un colectivo no pueden tener color, no son rojitos, ni azulitos, ni blanquitos, ni verdecitos. Yo escribo este artículo sin color, sólo con la tinta de mi insatisfacción ciudadana, con mi deseo de convivir con la limpieza, con el anhelo de que mi carro sobreviva a los cientos de huecos que consigo en el camino, con la necesidad imperiosa de andar por la calle sin tanto temor, con el sueño de que algún día dejemos de perder nuestros votos y que contratemos a un alcalde como quien contrata un conserje, una persona que recorra las calles, anote lo que hace falta, lo presupueste y lo ejecute, que tenga un período de prueba como cualquier empleado y mejor aún si esta persona emula las características del agua, transparente y sin color. El color de los problemas debe ser directamente proporcional al color de los sueños y del buen vivir.
Alexandra Brizuela